sábado, 20 de febrero de 2010

El Jarrón Azul

EL JARRÓN AZUL
Hace casi 20 años, apareció un librito (en inglés) con un título que significa aproximadamente el que se ve arriba, y el cual enseña una gran lección, Cientos de miles y quizá millones de hombres han admirado la anécdota y procurado seguir el ejemplo de héroe de ella, cuyo tema era: “Lo haré”.
Desgraciadamente esta historia nunca fue traducida a otros idiomas, aunque beneficiaría a cuantos la leyeran. Por creerlo así… por ser un elocuente ejemplo de lo que constituye la firmeza de voluntad que conduce al éxito, daremos aquí, con permiso del autor, un resumen de ella.
Muy lejos estaremos de hacerlo en el expresivo y vigoroso lenguaje del notable y admirado escritor Pedro B. Kyne – de fama mundial, y dudamos que un simple compendio, cuando menos una traducción, pueda trasmitir la elevada filosofía que contiene, el humorismo y el profundo sentido común que han hecho de la pequeña historieta una verdadera obra clásica.
Sin embargo, deseamos dar en síntesis la moraleja que esta admirable anécdota encierra y que ha sido una inspiración para tantos que, aspirando el éxito, habían creído insuperables los obstáculos con que tropezarán.
Mr. Alden P. Ricks, mejor conocido como “Cappy Ricks”, fue el fundador y el espíritu dirigente de una importante empresa maderera y de vapores. En teoría, ya se había retirado de la dirección activa del negocio, pero en realidad continuaba siendo su principal guía y consejero, rehusando – como él mismo se expresó- a abandonar su actividad mental no obstante haber suspendido su actividad física.
Los ayudantes y administradores activos de “Cappy” eran: Mr. Skinner, encargado del negocio de maderas, y Matt Peasley, quién dirigía el de vapores. Ambos eran hombres competentes en quienes Cappy tenía plena confianza, aunque a veces le entraban dudas de su buen criterio, especialmente en lo que se refiere a juzgar la capacidad de otros.
El problema que estos tres personajes confrontaban, según principia la historieta, era la situación que existía en su oficina de Shanghai. El empleado que habían enviado a hacerse cargo de ella estaba dando mal resultado, aunque esto no sorprendía a Cappy porque en su opinión carecía de ciertas cualidades que él consideraba esenciales.
Skinner, ¿tienes un Candidato para el puesto?, preguntó Cappy. - Siento decirle que no. Mr. Ricks; todos los empleados que tengo bajo mis órdenes son jóvenes… demasiado jóvenes para asumir esa responsabilidad.
- ¿Qué quieres decir con “demasiado jóvenes?”, replicó Cappy. - Bueno el único a quien yo consideraría competente para ocupar el cargo sería Andrews y él apenas tiene unos treinta años.
- Treinta años, ¿eh?, pues si mal no recuerdo yo te empecé a pagar un sueldo de diez mil dólares al año y a confiarte la responsabilidad de dos millones cuando apenas tenías veintiocho.
- Es cierto, pero Andrews… bueno, no hemos puesto a prueba todavía su competencia. - Skinner! – interrumpió Cappy en voz resonante – no alcanzo a comprender todavía por qué no te he mandado al diablo. Dices que todavía no hemos puesto a prueba la competencia de Andrews? Por qué tenemos aquí gente que no sabemos lo que puede hacer… contéstame!. El mundo de hoy es el mundo de la juventud, y métete eso en la cabeza. (Dirigiéndose hacia el otro administrador continuó:)
- Matt, que te parece Andrews para el puesto de Shanghai? - Lo creo capaz! - Por qué? - Porque lleva bastante tiempo con nosotros para haber adquirido la experiencia necesaria.
- Crees, Matt, que también tenga el valor necesario para asumir la responsabilidad?. Eso es más importante todavía que la tal experiencia que Skinner y tú consideraran lo más esencial.
- De eso nada puedo decirle a Ud., pero me parece que tiene energía e iniciativa, y personalmente es agradable.
- Bueno, antes de mandarlo hay que convencernos de que tiene energía e iniciativa…de si las tendrá cuando tenga que tomar una decisión inmediata, seis millas distantes de sus jefes a quienes pudiera consultar, y proceder acertadamente de acuerdo con su criterio. Eso es lo más importante, Skinner. - Tiene usted rezón, Mr. Ricks, y creo que es usted quién debe hacer la prueba.
- Convenidos, Skinner. El próximo representante que mandaremos a Shanghai tendrá que ser un luchador que no se dé por vencido. Ya hemos tenido allá tres que resultaron un fracaso, y de esos no queremos más.
Sin decir otra palabra, Cappy se echó de espaldas en un sillón giratorio y cerró los ojos. - Parece que va a fraguar la prueba para Andrews - dijo Matt Peasley en voz baja a Skinner al salir de la oficina de Mr. Ricks.




II
El destino no permitió dejar en paz a Mr. Ricks en sus reflexiones por mucho tiempo. A los diez minutos el teléfono sonaba, y con no poco enfado, como si alguien le hubiera interrumpido un tranquilo sueño, tomó el receptor y gritó: ¿Quién es?!”. - Mr. Ricks - respondió la telefonista de las oficinas generales - está aquí un joven que se llama William E. Peck y desea verlo a Ud. Personalmente.
Cappy suspiró como para reflexionar.- Bien, dígale que pase.
Un empleado condujo al visitante ante el presidente de la importante empresa maderera y de vapores. Al hallarse en su presencia saludó respetuosamente y dijo: “Mr. Ricks, mi nombre es William E. Peck; le agradezco a usted mucho la fineza de concederme una entrevista”. Mirándolo con semblante severo, Cappy le dijo que tomara asiento, señalándole una silla frente a su escritorio. Al acercarse Peck a la silla, Cappy notó que cojeaba un poco y que el brazo izquierdo lo tenía amputado hasta el codo.
- Bien, Mr. Peck, ¿qué desea Ud.? - He venido a que me dé Ud. Trabajo - respondió Peck -. Habla Ud. Como si tuviera la seguridad. - Ciertamente, Mr. Ricks, yo sé que Ud. No me lo negará.
- ¿Por qué? Peck, sonriendo en una forma que le simpatizó a Mr. Ricks, contestó: “Yo soy agente vendedor, y sé que puedo vender cualquier cosa que tenga algún valor, porque lo he demostrado durante cinco años y quiero demostrárselo a Ud. - Mr. Peck, - dijo Cappy sonriendo - de eso no tengo duda, pero dígame, ¿acaso sus defectos físicos no son un impedimento? - No, Mr. Ricks, en ningún modo; lo que me queda de cuerpo está sano, sobre todo mi cabeza, y me queda el brazo derecho. Puedo pensar y puedo escribir, y aunque cojeo, puedo ir tras un pedido más a prisa y más lejos que la mayoría de los que tienen dos buenas piernas. ¿Estoy contratado Mr. Ricks?
- No, Mr. Peck, lo siento, usted sabrá que yo no tomo parte activa de la administración de este negocio desde hace ya diez años. Aquí simplemente tengo mi oficina para despachar mi correspondencia particular y atender asuntos personales. A quien debe usted ver es a Mr. Skinner. - Ya vi a Mr. Skinner - replicó prontamente Peck - pero por el modo en que me habló parece que no le simpaticé. Me dijo que actualmente no había suficiente negocio aún para ocupar el personal que tiene. Yo la manifesté que estaba dispuesto a aceptar cualquier ocupación, de taquígrafo para arriba. Puedo escribir a máquina bastante rápido con una mano; puedo llevar una contabilidad y hacer cualquier trabajo de oficina.
- ¿No le dió ninguna esperanza? - No señor. - Entonces - le dijo Cappy en tono confidencial - vaya a ver a mi yerno, el capitán Peasley, que dirige los transportes marítimos de esta empresa. - Ya hablé con el capitán Peasley, quién me trato con mucha amabilidad; me dijo que con todo gusto me daría un puesto pero los negocios estaban tan malos que por ahora era imposible.
- Bueno, amiguito, entonces ¿para qué viene a verme a mí? (Sonriendo nuevamente, Peck respondió:) “Porque quiero trabajar aquí, en esta Compañía, no me importa de qué con tal que sea algo que yo pueda hacer. Si me dan trabajo que pueda hacer, será hecho mejor que nunca, y si no puedo hacerlo renunciaré voluntariamente para evitarle a Ud. la molestia de despedirme. Tengo referencias de primera clase”.
Cappy oprimió un botón en su escritorio; un momento después Mr. Skinner entraba, lanzando una mirada hostil hacia William E. Peck y luego otra, interrogativa, hacia Mr. Ricks, - Oye, Skinner - dijo Cappy en voz suave -. He estado meditando el asunto de enviar a Andrews a al oficina de Shanghai y he llegado a la conclusión de que tenemos que arriesgar. Esta oficina está ahora a cargo de un empleado menor y es preciso nombrar cuanto antes un gerente; así es que haremos esto: vamos a mandar a Andrews en el próximo vapor, haciéndole entender que asumirá el cargo temporalmente. Si vemos que no da resultado, le ordenaremos que se vuelva para ocupar su puesto actual, en el cual es bastante apto. Entretanto Skinner, te agradecería mucho que le dieras empleo a este joven… que le des una oportunidad de demostrar lo que puede hacer. Hazme ese favor, Skinner… hazme ese favor.
Mr. Skinner bien sabía que un ruego de “Cappy” equivalía a una orden, y Peck, comprendiéndolo, miró al administrador general con una sonrisa. “Muy bien, Mr. Ricks” - dijo Skinner con cierto despecho. “¿Ha convenido con Mr. Peck el sueldo que ganará? - Este detalle te toca a ti - contestó Cappy. No es mi intención inmiscuirme en tus asuntos administrativos. Naturalmente le habrá de pagar a Mr. Peck lo que valga y nada más.
Volviéndose hacia el triunfante Peck lo amonesto diciéndole. “Oiga, amiguito, no crea que por que he intercedido por Ud. ya tiene su porvenir asegurado. Su porvenir Ud. mismo tendrá que laborarlo y tiene que comenzar muy pronto. La primera vez que meta la plata y no dé la medida en el trabajo que se le confíe, lo amonestarán, la segunda lo suspenderán por un mes para que reflexione, y la tercera quedará definitivamente fuera de esta organización. ¿Me he explicado claramente?”.
- Si señor - contestó Peck sin vacilar - todo lo que pido es una plaza en la línea de combate, y le aseguro que pronto me hará acreedor de la confianza de Mr. Skinner. (Dirigiéndose a Skinner) “Muchas gracias, Mr. Skinner, por haber consentido en darme una oportunidad; haré cuanto esté de mi parte para merecer su confianza”.
“Este diablo” - dijo para sus adentros Cappy - “es buena pieza. Pero tiene sesos, no me explico cómo Skinner no puede darse cuenta de ello. Si este pobre chico se sale un poco de la raya o si le brota en la cabeza alguna idea nueva que quiera poner en práctica, es casi seguro que firmará su sentencia de muerte con esta gente de cerebro fosilizado que hay en este mundo. El no podrá defenderse, pero por fortuna todavía estoy yo aquí”.
Skinner le contestó con cierta ironía: “Cuando esté Ud. Listo”. Peck miró rápidamente su reloj de pulsera… “son las doce” - añadió - “voy a almorzar y estaré aquí a la una”
Mr. Skinner se retiró mordiéndose los labios. Al cerrarse la puerta tras él, Peck levantó las cejas, y despidiéndose de Mr. Ricks, le dijo, ha sido Ud. en extremo amable, pero parece que no voy a empezar bajo muy buenos auspicio” y tomando su sombrero se marchó.
Apenas había salido cuando Mr. Skinner entró de nuevo, mas antes de poder abrir la boca, Cappy le impuso silencio levantando un dedo y en voz cordial le dijo: “Ni una palabra Skinner, ya sé lo que me vas a decir y admito que tienes razón, pero óyeme hijo… ¿Cómo era posible rechazar a un joven que tanto empeño tiene en trabajar y que no acepta un NO como final? A pesar de que no encontró más que obstáculos para lograr su propósito, no se dio por vencido ni se desanimó. Tú luchaste contra él, pero él te ganó y vaya que tubo que habérselas con expertos, ¿Qué trabajo le vas a dar?”. El de Andrews naturalmente.
- Ah, sí, había olvidado, dime Skinner, ¿No tenemos disponible como medio millón de pies de abeto fétido? (Skinner asintió, y Cappy continuando con la avidez de quien acaba de hacer un gran descubrimiento que cree causará una verdadera revolución en el mundo científico)…“bueno, mándalo a vender esa madera apestosa y un par de furgones de pinabete rojo o cualquiera otra de las maderas que casi nadie quiere ni regaladas”.
Skinner sonrió maliciosamente y dijo: “Convenidos, pero, ¿si no vende le damos su pasaporte, verdad?”. - Supongo que sí, aunque yo lo sentiría mucho. Por el contrario, si tiene éxito le pagaremos el sueldo que gana Andrews. Hay que ser justos, Skinner, justos en todo y con todos.
Cappy se levantó y dándole una palmadita en el hombro al administrador general le dijo: “Skinner, dispénsame si me he precipitado un poco, pero te advierto que si le fijas al abeto un precio demasiado alto para que Peck pueda venderlo, te mando a tí a la calle. Se justo, hijo, se justo”.
A las doce y media, cuando Cappy iba a almorzar, se encontró con Peck, quien iba cojeando por la acera. Peck prontamente sacó una tarjeta del bolsillo y se la mostró diciendo: “Qué le parece esta tarjeta, Mr. Ricks… ¿no cree que se ve flamante?”. Cappy leyó en ella. “Compañía maderera Ricks - Maderas de todas clases y para todos usos, sin excepción, representada por William E. Peck”. Cappy Ricks pasó un dedo curiosamente por las líneas impresas, y vio que estaban grabadas. Sabiendo perfectamente que un grabado de imprenta no se hace en media hora, contestó: “Oye, Peck, no me quieras tomar el pelo dime la verdad, ¿cuándo decidiste venir a trabajar con nosotros?”. - Desde hace una semana –
Peck, ¿acaso has llegado a vender alguna vez abeto fétido? - Peck se mostró bastante confundido, y significando una negativa con la cabeza, preguntó: ¿Qué clase de palo es ese? Abeto de California… es una madera áspera y correosa, muy pesada, y despide un olor de zorrillo cuando se corta. Creo que Skinner te va a dar lo peor que hay para empezar, y eso es lo peor.
- ¿Se pueden clavar clavos en ella, Mr. Ricks? - Ah, claro. - ¿Ha llegado alguien a venderla alguna vez? - De vez en cuando uno de nuestros agentes más listos suele tropezar con algún mentecato que compra lo que le vendan; de lo contrario no la tendríamos más.
Afortunadamente, Peck, no nos queda mucha, pero siempre que nuestros hacheros del monte encuentran un buen árbol no dejan en pié, por eso casi siempre tenemos suficientes existencias de abeto fétido para darles a los agentes algo con qué demostrar que saben vender.
- Yo puedo vender cualquier cosa si vale el precio - concluyó Peck con un aire de desafío, y continuó su camino hacia la oficina de la empresa.
Por dos meses Cappy Ricks no volvió a ver a William Peck, el administrador general lo había mandado a los estados del Sur y del Oeste, tan pronto como Peck se impuso de todos los detalles del negocio… de los precios, pesos, tarifas de fletes, condiciones de ventas, etc.
De una ciudad telegrafió un pedido de dos furgones de madera de alerce; en la siguiente parada de su itinerario, logró que el dueño de una maderería, a quien Mr. Skinner en vano había tratado en años de venderle, conviniera en comprar de prueba un furgón de tablas de abeto fétido, de tamaños y clases surtidas, a un precio más alto del fijado por Mr. Skinner.
En el estado de Arizona consiguió varios pedidos de madera para refuerzos de pozos de minas, pero sólo hasta que llegó al centro del Estado de Texas empezó realmente a demostrar su extraordinaria habilidad para vender. Allí se especializó en la venta de maderas para torres de taladros de pozos petroleros, y fue tal el bombardeo de pedidos que mando a las oficinas generales que Mr. Skinner tubo que telegrafiarle pidiéndole que se calmara un poco en la venta de esa madera por estárseles agotando la existencias, y que se dedicara a vender otras clases.
Completado su itinerario, emprendió el viaje de regreso vía Los Angeles, pero de paso se detuvo en el Valle San Joaquín y vendió allí dos furgones más de abeto fétido. Al recibir Mr. Skinner el telegrama, fue a mostrárselo al presidente.
“No cabe duda que Peck puede vender madera” - anunció a Mr. Ricks un tanto corrido. Ha conseguido cinco nuevos clientes y acaba de mandar otro pedido de los furgones de abeto fétido. Creo que tendré que aumentarle de sueldo el 1º del año”.
- Óyeme, Skinner, ¿por qué diablos quieres aguardar hasta el primero del año? Ese pernicioso hábito que tienes de diferir para más tarde lo que debes hacer hoy, especialmente cuando se trata de soltar dinero, nos ha costado la pérdida de los servicios de más de un buen empleado. Sabiendo que Peck merece un aumento de sueldo, ¿Por qué no se lo das ahora, y con gusto? Peck te tendrá buena voluntad, trabajará mas todavía, y por lo menos te considerará como ser humano.
- Muy bien Mr. Ricks, voy a asignarle el mismo sueldo que Amdrews tenia antes de que Peck tomara su puesto. Skinner, tú realmente me obligas a recordarte quién manda en esta empresa. Peck vale más que Andrews, ¿verdad? - Así parece. Entonces, por amor a la justicia, págale más y has efectivo este aumento desde el primer día que empezó a trabajar: Vete de aquí porque me pones nervioso. Un momento!... ¿qué está haciendo Andrews en Shanghai?. - Dándole a ganar dinero a la compañía de cables - contestó Skinner con sarcasmo… cablegrafía como tres veces por semana sobre asuntos que él mismo debería decidir, Matt Peasley está disgustado con él. - Eso no me sorprende… supongo que Matt vendrá a decirme dentro de poco que yo fui quien escogí a Andrews para el puesto, pero no olvides, Skinner, que le advertí que el puesto era temporal. - Si, Mr. Ricks. - Bueno, creo que tendré que buscar a su sucesor e impedir que Matt venga a echarme la culpa en cara.
Creo que Peck tiene varias características de un buen administrador para la oficina de Shanghai, pero tendré que probarlo un poco más. (Mirando a Skinner, con sonrisa picaresca:) “Oye Skinner, voy a pedirle a Peck que me traiga el jarrón azul”. (El semipálido semblante de Skinner casi se sonrojó). - “Bueno, notifica al jefe de la policía y al propietario del bazar que no nos cueste tanto”.
Cappy caminó hacia la ventana mirando a la calle pensativo pero sonriendo todavía; y añadió: “Tú convendrás conmigo, Skinner en que si me entrega el jarrón azul valdrá diez mil dólares como nuestro gerente en Shanghai”. - Sin duda que lo valdrá, Mr. Ricks. - Bueno, Skinner, haz los arreglos necesarios para que Peck esté listo el domingo a la una. Yo me encargaré de los demás detalles.
Mr. Skinner, le dijo que así lo haría y salió, casi no pudiendo contener la risa. El sábado próximo, Mr. Skinner no se presentó a su oficina: de su casa avisaron por teléfono que se hallaba indispuesto. Su secretaria tenía las instrucciones de avisar a Peck que Mr. Skinner deseaba hablar con él ese día, pero que debido a una indisposición repentina no podría verlo en la oficina; que necesitando conferenciar con él antes de que saliera nuevamente de viaje el lunes, le agradecería que lo visitara en su casa el domingo por la tarde, a la una.
Peck contestó que con gusto iría a ver a Mr. Skinner a la hora indicada. A la una en punto del domingo se presentó Peck en la casa del administrador general, a quién halló en cama, pero sin síntomas de estar enfermo. Después de desearle un pronto restablecimiento, entraron en discusión respecto a los nuevos clientes y a perspectivas que Mr. Skinner estaba deseoso de que Peck investigara.
En el curso de la conferencia, Cappy Ricks telefoneó, Mr. Skinner estuvo escuchando por varios minutos, y luego Peck lo oyó decir: “Con todo gusto obsequiaría sus deseos, Mr. Ricks, si no fuera por que estoy en cama y no podré salir hoy, pero Mr. Peck está aquí y con seguridad que no tendrá inconveniente en desempeñar esa comisión para usted.
- Claro que no - interrumpió Peck - y tomando el receptor se apresuro a saludar a Mr. Ricks. - Oye Peck – dijo el presidente – quisiera confiarte a un encargo; no puedo mandar a un muchacho, pero al mismo tiempo me da pena darte esta molestia.
- No será molestia alguna, Mr. Ricks, mande lo que guste que estoy a sus órdenes. - Gracias, Peck, por tu buena voluntad. Se trata de esto: andando yo por el centro a mediodía, pasé frente a una tienda en la calle Sutter, entre Stockton y Powel donde en un escaparate vi un jarrón azul. Yo soy muy afecto a los jarrones de ornato, Peck, y aunque este no es nada extraordinario, sucede que una dama a quien le tengo una gran estimación, tiene otro igual, y sé que nada le agradaría más como regalo de aniversario matrimonial que otro jarrón como ese para completar el par que necesita para las dos rinconeras que tiene en su comedor. Yo tengo que tomar el tren a las ocho de esta noche para llegar a tiempo mañana a Santa Bárbara, donde ella vive, y poder felicitarla personalmente, así como entregarle el regalo, y ese jarrón, Peck, es lo que quiero.
- Muy bien, Mr. Ricks, comprendo que si no lleva usted mismo el jarrón y aguardamos hasta mañana lunes que abran la tienda, no podrá llegar a tiempo a Santa Bárbara, sino hasta el martes.
- Ese es precisamente el caso, Peck, ojala que lo hubiera visto ayer para no tener que molestarte; lo siento mucho.
- No necesita usted darme explicaciones ni disculpas, Mr. Ricks, solo hágame el favor de escribir el jarrón ¿es azul oscuro o pálido?... ¿de que tamaño es poco mas o menos?... ¿es liso o tiene figuras?.
- Es un jarrón cloisonné, Peck, de un azul entra pálido y oscuro, con figuras orientales de pájaros y flores. No te puedo decir con exactitud el tamaño, pero me parece que tiene como unos treinta centímetros de alto, por diez de diámetro en el centro y esta montado sobre una base de madera de teca.
- Con eso basta, Mr. Ricks, yo te llevaré el jarrón. - Gracias, Peck, muchas gracias, me harás el favor de entregármelo cinco minutos antes de las ocho en la estación de Southen Pacific; yo estaré a bordo en el tren en el coche dormitorio número siete, sección “A”.
- Convenidos, Mr. Ricks.
- Oye, Peck, el costo no será gran cosa, tú podrás pagarlo y mañana se lo cobras al cajero, diciéndole que lo cargue a mi cuenta.
Cappy colgó el receptor. Skinner reanudó la conferencia y Peck no salió de la casa hasta las tres de la tarde, dirigiéndose enseguida a buscar el famoso jarrón azul. Al llegar a la casa de Sutter, caminó por una acera, entre Stockton y Powell, luego por la otra, y aunque con el mayor cuidado se fijó en todos los escaparates y vitrinas que había, no pudo ver ningún jarrón azul o de otro color, ni tienda alguna donde vendieran tal clase de artículos.
“Sin duda que Cappy se equivocó en el nombre de la calle, o yo le entendí mal” – Dijo Peck para sí. “voy a hablarle por teléfono para que repita la dirección”.
Hablo a la casa de Mr. Ricks, pero la criada le informó que el señor había salido y no sabía ella a dónde había ido ni a que hora volvería. Entonces Peck regresó a la calle de Sutter y la recorrió de nuevo, por uno y otro lado, sin mejor resultado que la primera vez; luego dobló sobre una de las calles que cruzaba, caminando dos cuadras en una dirección y dos en otra, y así continuó recorriendo todas las calles del barrio, sin vislumbrar en ninguna parte el consabido jarrón azul. No por eso se dio por vencido, sino que emprendió la pesquisa en otra zona comercial; caminó calles y más calles en otras direcciones, sin mejor suerte y como último recurso se dirigió a una cuadra aislada de la calle post - única que no había recorrido – donde recordó que existían dos o tres pequeñas tiendas.
Al llegar a la última de ellas, notó de pronto en un escaparate un jarrón que al parecer respondía a la descripción del que Mr. Ricks quería. Al examinarlo de cerca y convencerse de que ese era en realidad el jarrón que buscaba dio un profundo suspiro de satisfacción.
Trató de abrir la puerta, pero estaba cerrada con lleve como ya lo suponía; de todos modos golpeó con fuerza por si acaso hubiera alguien adentro que pudiera abrirle sin resultado. Entonces, levantando la vista, vio en la fachada un letrero que decía “Brown S. Art. Shop” sin pérdida de tiempo se dirigió al hotel más cercano, donde echando mano de una vía telefónica empezó a buscar el nombre del bazar susodicho, sin encontrarlo.
En la guía estaban escritas 19 personas de apellido “Browne”. Entonces pidió en la oficina del hotel un directorio de los habitantes de la ciudad, en el cual halló el número de B. Browne como propietario de un bazar de objetos de arte situado en el establecimiento donde había visto el jarrón azul, pero sin dar la dirección de su residencia particular. Inmediatamente cambió un dólar por níqueles y dirigiéndose de nuevo al teléfono empezó a llamar a cuantas personas que apellidaban Browne que figuraban en la guía telefónica de San Francisco. El resultado fue nulo.
Prosiguió a consultar las guías de varias poblaciones cercanas donde suelen vivir muchas personas que trabajan o tienen sus negocios en San Francisco y continuó llamando a cuantos Browne encontró. Al llamar al último sin mejor éxito ya le corría el sudor por el cuello.
Eran ya las seis. Peck volvió al bazar, y mirando nuevamente el letrero, notó con gran sorpresa que el apellido del dueño no era “Browne” sino Brown. Esto hacia necesario que volviera al hotel para llamar a todos los “B. Browns” que hubiera en la ciudad. Hizo cambiar un billete de veinte dólares en monedas pequeñas de valor diverso, se dirigió al teléfono y empezó a llamar a cuantas personas de nombre B. Brown habían registradas en San Francisco y los suburbios.
Al cabo de quien sabe cuantas llamadas dio con la residencia del Mr. Brown exacto que buscaba, pero tan solo para que solo un sirviente le informara que su amo había ido a comer a la casa de un tal Mr. Simón en la vecina población de Milly Valley, tres personas de apellido “Simón” aparecían como residentes de Milly Valley y Peck llamó a los tres, preguntando cada vez si Mr. Brown estaba allí. A la tercera llamada le dijeron que sí, preguntándole quién era, Peck dio su nombre, transcurrió un rato de silencio y luego oyó esto “Mr. Brown dice que no conoce a ningún William Beck, además está comiendo y no quiere que lo importunen a menos que se trate de un asunto de suma importancia” - Dígale que se trata de algo importantísimo mi nombre es William Peck, no “Beck”. - ¿Deck? - No… Peck… PECK… P E C K,… llámele y dígale que su tienda se está incendiando.
Un momento después Mr. Brown hablaba sumamente excitado. “Es el jefe de bomberos” - preguntó en voz entrecortada.
- No, Mr. Brown, su tienda no se está quemando, pero tuve que decirle esto para hacerlo venir al teléfono. Usted no me conoce, pero en el escaparate de su tienda, aquí en San Francisco vi un jarrón azul que quiero comprar urgentemente antes de las 7:45. le ruego que inmediatamente se venga a abrir el bazar y me venda el jarrón.
- “Que demonios”… “me está usted tomando el pelo o supone que estoy loco”. - No Mr. Brown, nada de eso… si alguien esta loco ese soy yo… estoy loco por el jarrón azul y como tengo que salir hoy de la ciudad a la 8 quiero llevármelo ahora mismo.
- “¿Sabe usted lo que vale ese jarrón?. - No, ni me importa un bledo… yo lo quiero cueste lo que cueste. - ¿Qué hora es?... déjeme ver. (Y después de un momento de silencio mientras veía el reloj:). “Es un cuarto para las siete y el próximo tren para San Francisco no sale hasta las 8, así que no podré llegar allá antes de las 8:50; además estoy cenando con unos amigos y apenas he terminado la sopa”- Mr. Brown, a mi todo eso no me importa; ese jarrón azul tengo que llevármelo hoy. - Bien, sino puede usted aguardar llame por teléfono a Mr. Herman Joost, mi encargado, que vive en Chilton Apartaments; el número de su teléfono es Prospect 3249, dígale de mi parte que vaya enseguida a abrir el basar y le venda el jarrón. Adiós (Mr. Brown colgó el receptor).
Peck llamó inmediatamente al número que Mr. Brown le dio y preguntó por Mr. Herman Joost. La mamá de este caballero contestó, manifestando que sentía muchísimo que su hijo no estuviera en casa pues había ido a cenar al Country Club. - ¿Cuál Country Club?. La buena señora no sabía, así es que Peck pidió en la oficina del hotel una lista de todos los Club de San Francisco y alrededores, y comenzó a llamar por teléfono. Eran ya las 8 y aun no había dado con Mr. Joost; en ningún Club lo conocían.
“Estoy perdido” - Murmuro Peck - “pero nadie puede decir que no perdí luchando; el único recurso que me queda es romper esa vidriería con un ladrillo y echar a correr con mi jarrón”.
Acto seguido llamó un taxímetro, le dijo al chofer que lo aguardara a la vuelta de la esquina y le pidió prestado un martillo. Cuando llego al bazar, encontró un policía parado frente a la puerta. En vista de eso Peck continuó su camino sin detenerse; mas adelante cruzó al otro lado de la calle y se volvió.
Ya era de noche, y al pasar de nuevo frente al bazar observó un letrero iluminado sobre la puerta en que el apellido del propietario no decía “Brown” sino “Browne”. Peck fue a donde el taxímetro lo esperaba y se volvió al hotel. Teniendo una de esas almas que no aceptan la derrota fácilmente, volvió a llamar por teléfono al domicilio de Mr. Joost que había regresado. Peck con voz ansiosa, le informo lo que deseaba y de la orden que le había dado Mr. Brown.
El cauteloso Joost contestó que primero tendría que hablar por teléfono con Mr. Brown y al confirmarle la orden, el estaría en el bazar antes de las nueve.
Con la impaciencia que es de suponer, Peck lo aguardaba. Finalmente, a las 9:15 Joost se presento acompañado de un policía que por precaución había pedido que le acompañara; encendió las luces, abrió la puerta con gran cuidado sacó del escaparate el jarrón azul.
- “¿Cuánto vale?” - Pregunto Peck. - Dos mil dólares - contesto Joost, tan fríamente como si hubiera dicho cincuenta centavos.
Peck tuvo que reclinarse sobre el mostrador para no caer. - “Dos mil dólares” - y clamó con una voz y con semblante de desesperación. (Tenía en el bolsillo diez dólares solamente). - “Acepta usted mi cheque Mr. Joost?”. - Yo no lo conozco a usted, Mr. Peck - respondió Joost. - ¿Dónde está su teléfono? Joost condujo a Peck al teléfono y este llamó a la casa de Mr Skinner. - “Mr. Skinner” - balbuceó Peck - estoy en un terrible apuro y casi exhausto; conseguí que abrieran el basar, pero el jarrón que Mr. Ricks tanto desea cuesta dos mil dólares y yo entendía que costaba una friolera”.
- Por tu madre, Peck, “¿Has estado en busca del jarrón todo este tiempo?”. - Sí, y estoy propuesto a llevármelo… hágame el favor de traerme aquí, al bazar de Mr. Brown, en la calle Post cerca de la avenida Grand, los dos mil dólares, porque yo ya no tengo fuerza para ir por ellos.
- Mi querido Peck – replicó Mr. Skinner compasivamente - no tengo aquí dos mil dólares… esa es una cantidad demasiado grande para llevarla en el bolsillo o guardarla en casa.
- Bueno, entonces tenga la bondad de venir al centro inmediatamente, abrir la oficina y sacar el dinero de la caja fuerte.
- Eso no lo puedo hacer, Peck, por que la caja fuerte tiene una combinación que nadie puede abrir antes de cierta hora.
- Mr. Skinner, hágame el favor de venir de todos modos para que me identifique en alguna parte donde me puedan aceptar mi cheque personal. - “Tiene suficientes fondos en el banco, Peck”.
Esto puso fin a la conversación y Peck llamó enseguida a la casa de Mr. Ricks, sabiendo que allí residía su yerno, el Capitán Peasley.
Afortunadamente lo halló en casa y Peasley lo escuchó con bastante amabilidad. - “Peck, es casi increíble que te hayan asignado una misión semejante” – dijo el Capitán Peasley. “sigue mi consejo y olvídate del jarrón azul”.
- No puedo – replicó Peck… Mr. Ricks se sentirá muy contrariado si no le entrego el jarrón; él se ha portado conmigo de manera espléndida y considero un deber ineludible cumplir con este deseo suyo.
- Pero ya es muy tarde, Peck, para entregárselo, se fue en el tren a las 8 y ya son las nueve y media.
- Lo sé, pero si puedo obtener posición del jarrón, yo se lo entrego antes de que baje del tren en Santa Bárbara a las 6 de la mañana.
- ¿Cómo? - Aquí en el aeródromo tengo un amigo que con gusto me llevará en su avión a Santa Bárbara. - Estás loco. - Lo sé pero por favor présteme dos mil dólares. - ¿Para qué?. - Para comprar el jarrón azul.
- Ahora ya no me cabe duda que estas loco… cuando Mr. Ricks supiera que habías pagado dos mil dólares por ese jarrón, te mandaría al manicomio. - Oiga, Mr. Peasley, ¿no me presta los $ 2000.oo?. - No, Peck; vete a tu casa a dormir y olvídate del maltito jarrón.
- Por favor, Mr. Peasley… a usted le pueden cambiar un cheque por que lo conocen bien y a mí no; Además hoy es domingo.
- “Bueno” – interrumpió Mr. Joost - “¿Vamos a estar aquí toda la noche?”. Peck, colgando el receptor, lo miró en actitud de desafío y le dijo: “¿es usted conocedor de diamantes?”.
- Sí – contestó Joost. - “Me aguarda aquí hasta que vaya al hotel para traer uno”. - Sí. William Peck salió cojeando tan a prisa como pudo. Veinte minutos más tarde estaba de regreso con un anillo de platino que tenía un hermoso brillante cercado de zafiros.
- “¿Cuánto cree usted que valga este anillo?”. Joost lo miro no con disimulada admiración y le dijo que bien valdría unos dos mil quinientos dólares.
- “Se lo dejo en prenda - Peck se apresuró a decir. – Déme un recibo y cuando haya cobrado usted mi cheque vendré a redimirlo”. Quince minutos después, con el jarrón azul cuidadosamente empacado Peck entraba a cenar a un restaurant. Al terminar ordenó un taxímetro y a toda velocidad se dirigió al aeródromo.
Allí se informó de la residencia de su amigo aviador, se comunico con él, y a media noche ambos y el jarrón azul se perdían en las nubes, rumbo hacia el sur.
Hora y media mas tarde aterrizaron en el valle de Salinas, cerca de la vía del ferrocarril; Peck descendió y el aviador emprendió el vuelo de regreso a San Francisco.
Peck corrió hacia la vía férrica con un periódico en la mano, y pocos momentos después, cuando vio que el tren en que venía Cappy Ricks se aproximaba, hizo del periódico una antorcha y empezó a hacer señales con ella en medio de la vía. El tren se detuvo, el conductor abrió la puerta de uno de los coches para averiguar qué pasaba, y Peck se metió de un salto.
- ¿Quién diablos es usted? - preguntó el conductor - ¿Por qué hizo parar el tren? - Porque tengo urgencia de ver a un pasajero que viene, en la sección “A” del coche Nº 7; yo le pago mi pasaje.
- Ah!, es un señor de baja estatura, de avanzada edad, “verdad” antes de partir de San Francisco me preguntó si no había visto a un individuo con un paquete en el brazo.
- Si, ese individuo soy yo, aquí traigo el paquete que no pude entregarle a tiempo… hágame el favor de llevarme a su sección. Hubo que tocar el timbre varias veces para despertar a Cappy Ricks, quién al final abrió la puerta, en su bata de noche.
- “Soy William Peck, Mr. Ricks, perdone que venga a importunarlo a esta hora, pero es que tropecé con bastantes dificultades para poder conseguir el jarrón azul que usted tanto quería, que no pude llegar a tiempo a la estación. La dirección de la tienda no era la que usted me dio tuve que buscarla por todo San Francisco y llamar por teléfono a todos los “Browns” y “Brownes” que hay allí, y en los suburbios. Y además, fue imposible conseguir en domingo por la noche los dos mil dólares que costaba el jarrón, pero aquí lo tiene, porque le prometí entregárselo y lo que yo prometo lo cumplo”.
Cappy Ricks miraba a Peck con ojos azorados, como si lo creyera loco. Luego se echó a reír lo hizo tomar asiento, y empezó a referirle que todas las dificultades con que tropezó habían sido fraguadas intencionalmente, desde la dirección equivocada del bazar hasta el precio del jarrón, pues en realidad sólo valía $ 10.oo.
Al oír esto, Peck casi se desmayó, pero rehaciéndose, pronunció en tono grave y airado:
- “Mr. Ricks, si no fuera por que es usted un hombre de avanzada edad y por que le debo favores, no sé que le haría por esta broma tan pesada que se ha permitido jugarme”.
Con los ojos húmedos de lágrimas, como quién ha sufrido un terrible desengaño y siente el corazón herido, continuó: - “Mr. Ricks, yo estoy acostumbrado a obedecer órdenes sin ambages, por necias que parezcan… a cumplir con los cometidos que se me confíen, con puntualidad si es posible, y si no, tan pronto como sea posible. Desde muy joven me instruyeron lealtad para mis superiores, pero realmente me duele que mi estimado jefe actual haya querido hacer de mí un payaso… burlarse de un fiel servidor. Desde hoy en adelante puede usted mandar a Skinner o a quién se le dé la gana, a vender su abeto apestoso que tanto trabajo me ha costado darle una salida”.
Cappy Ricks pasó cariñosamente la mano por la cabeza de Peck y le dijo: - “Mi querido Peck, bien sé que lo que hice fue cruel, extremadamente cruel, pero tengo que confiarte un puesto de tal importancia que necesitaba ponerte a prueba para cerciorarme de que podrías desempeñarlo. Por esto te confié la tarea más ardua que doy a los que necesito para los cargos que requieren hombres que nunca se dan por vencidos.
Ahora te hago saber, hijo, que en vez de haberme traído un jarrón que vale $ 2000.oo, saldrás de este tren con un puesto de diez mil dólares al año como gerente de nuestra oficina de Shanghai”
La sorpresa de Peck no fue menor que la que había recibido antes, al oír estas palabras, y Mr. Ricks continuó:
- “De quince hombres a quiénes he dado como prueba la entrega del jarrón azul, tú eres el segundo que ha sido vencedor”.
- Gracias, Mr. Ricks, y perdóneme lo que dije. Haré de mi parte todo lo posible para desempeñar mi cometido en Shanghai a su entera satisfacción.
- Eso bien lo sé, Peck, pero dime, ¿no te viste a punto de abandonar la empresa al tropezar con tantas dificultades casi imposibles de salvar?
- Sí señor, me entraron deseos de suicidarme antes de haber llamado por teléfono a cuantos “Browns” y “Browne” hay en San Francisco, pero yo no acostumbro a empezar una tarea y dejarla a medias, especialmente desde que, estando enfermo una vez en el hospital y habiendo casi perdido la esperanza de restablecerme, un amigo fue a verme y me dijo: “William, tú no estás tan grave como crees… vas a vivir muchos años todavía”. Yo le contesté que no lo creía. Entonces mirándome con un semblante serio agregó. William Peck no es de los que se dan por vencidos y va a recuperarse… para principiar, sonríe”. Desde entonces, mi lema para todo lo que emprendo es: ¡LO HARE!